Llego a la puerta del Museo de Bellas Artes de Bilbao –para ver una exposición sobre Hiperrealismo americano y otra de Giovanni Domenico Tiepolo- y descubro que cierra los martes. Hoy es martes. La alternativa del Guggenhem no me seduce. Debo ser alérgico al titanio. Aún así me deslizo bajo el sol invernal hasta el edificio de Gerhy y entro. Sin necesidad de pasar por taquilla accedo a los servicios, a la tienda-librería y al bar, en cuya terraza, al solecito, me tomo un café. Un tipo repelente va de mesa en mesa recitando una salmodia incomprensible y mendigando.
Paseo por la orilla de la ría con el último sol. Para descansar y leer el libro que he comprado por la mañana (T. Bernhard, En busca de la verdad –un título monjil e impropio) entro en el café frente al Arriaga. Me instalo en una mesita esquinada que tiene una lámpara encima ideal para la lectura. Me pongo a ello y, a los diez minutos, enchufan una música a todo volumen. Se acabó la lectura. Todo es así, me digo, nada bueno dura más de cinco minutos.
En la plaza del Arriaga, a las cinco de la tarde, un grupo de jóvenes dan un concierto sobre un pequeño escenario. Me quedo un rato escuchándolos. Tienen un punto folck que me gusta. Tocan y suenan bien. Pero hay tan poco público que no se producen aplausos entre un tema y el siguiente. Ni siquiera veo a sus amigos, que los tendrán, por los alrededores. Es una buena imagen de lo que se valora hoy la cultura. Si fueran Bustamante habría tortas por el sitio.
Donde sí que hay gente, y mucha, es en las administraciones de lotería. Se apresuran a recoger el premio del sorteo de Navidad. Los mendigos no dan abasto. Cada diez metros hay uno.